15.12.05

Simón y Andrés

Al atardecer me senté en la orilla del lago a ver como siempre a los pescadores volver de su trabajo. Cansado como estaba luego de trabajar todo el día en los arreglos de la Sinagoga de Cafarnaúm, tal vez quedara dormido. De repente creí escuchar a mis espaldas una voz familiar que me llamaba, y al volverme, el deslumbrante sol pareció traer la hermosa visión del profeta cuando dijo: Y miré, y he aquí que venía del norte un torbellino de viento, y una gran nube, y un fuego que se revolvía dentro, y un resplandor alrededor de ella; y en su centro, esto es, en medio del fuego, una imagen como de ámbar.
Y de repente las otrora oscuras palabras de Ezequiel, se transformaron en una sencilla y diáfana revelación, en el marco de ese maravilloso ocaso del desierto. Sumergido en esta belleza creí ver a María, pero la visión comenzó a esfumarse al escuchar nuevamente una voz que me llamaba. En la costa, dos pescadores con grandes gestos pedían que me acercara ya que al fallar en el intento de subir su barca a tierra, el oleaje puso la embarcación de costado con el riesgo de zozobra. Bajé al momento y entre los tres pudimos no sin algún esfuerzo sacar la barca del agua. En el intento uno de ellos, después supe que su nombre era Simón, dio mal pie y se hundió aparatosamente en el agua. Las risas de su hermano Andrés, rápidamente me contagiaron, terminando los tres compartiendo una afable conversación. Al despedirnos, Simón se mostró curioso por saber la causa de mi tardanza en asistirlos con la barca, ya que era imposible que no los oyera a tan poca distancia. Confiando en ellos, relaté mi visión del sol y de Ezequiel. En silencio asintieron y cordialmente pero sin más palabras nos despedimos.